domingo, 1 de marzo de 2009

Recuerdo

“¡Estrellas, luces pensativas!
¡Estrellas, pupilas inciertas!
¿Por qué os calláis si estáis vivas
y por que alumbráis si estáis muertas?…”
José Asunción Silva

Era una noche como las demás, tranquila, fresca y constelada.

Era una noche como las demás, nostálgica y triste.

Como cada noche desde hacía mucho tiempo, me disponía a sentarme en la arena, en el mismo lugarcito de siempre, allí, recostado en la vieja palmera, cuando percibí algo diferente: el viento susurraba un conocido madrigal, y su caricia era más fría que de costumbre. Algo me decía que tal vez, sólo tal vez, esta, no sería una noche como las demás. Así que fui a la cabaña por la vieja manta, casi tan vieja como yo, y que igual que yo cada vez era menos eficiente en sus propósitos.

La pesca del día fue bastante pobre, pero suficiente para saciar a medias mi apetito, y como me sobró carnada, se la cambié al viejo Ernesto por un poco de ron, pobre viejo, ya su salud le molesta tanto que ni eso puede disfrutar. Que le prohíban a uno el ron, eso no puede ser. Pero eso es algo que sólo le pasa a los que tienen con qué, porque no cualquiera se da el lujo de viajar hasta la capital para que le prohíban algo. Era poco más de media botella, que pude verter convenientemente en mi cantimplora.

Habiendo recordado el fabuloso trueque, tomé el licor y la manta, y volví a mi palco de primera. Era el teatro más amplio que puede existir, se extendía desde la taberna de Doña Teresa y llegaba hasta el gran acantilado, sólo contaba con dos puestos, el otro llevaba desocupado mucho tiempo. Esta noche como era habitual, presentaban la hermosa sinfonía marina, las olas y el viento eran los solistas, con participación de gaviotas, cigarras y algún borracho alegre que gustase de cantarle a la luna.

Siempre disfruté el espectáculo, como evocación a mis años de infancia, cuando mi padre me llevaba a la capital a ver a los artistas en el teatro. Lo que más recuerdo son los señores cantantes de ópera y las grandes orquestas, ahora ya ni recuerdo los nombres de los instrumentos.

Acá solo se escuchan las guitarras de Don Martín y su hijo, que son los músicos habituales en la taberna de doña Teresa, una vez hubo un gran señor pianista en la isla, pero aquí ni siquiera conocen un piano, sólo la vieja petulante de doña María, la que vive cerca al muelle, decía conocer y hasta tener uno hace mucho tiempo, pero como la mayoría de sus comentarios, eran para llamar la atención, que imagino le recordaban sus años en la capital.

Esta vez no había borracho alegre, ni triste, que le cantara a la luna ni a nada; esta noche, más fría que de costumbre, el recital empezó con retraso. Me tomé un trago largo para empezar, cerré los ojos por un momento y escuchaba la hermosa música de la mar nocturna. Una vez mi padre me contaba de un libro en el que el personaje se dejaba llevar por el sonido de un río, sentado a su orilla, escuchaba que este le hablaba, y que le hablaba directo a su alma y a su corazón. Y si un río puede hacer esto, pues entonces la mar, donde convergen todos estos locutores del alma tendría mucho más para decirme, un gran coro de ríos, la máxima cantata espiritual.

Tomé otro trago, el frío aumentaba y la manta disminuía su poder abrigador, los años y los vacíos hacían de nosotros presas fáciles del inclemente frío final. A pesar de no entender mucho del concierto acuático, porque me imagino que el lenguaje del alma no tiene palabras, como el lenguaje de los hombres, disfrutaba de esta bella armonía.

El viento arreciaba, amenazaba con llevarse mi cobija, o lo que quedaba de ella, la tomé con fuerza, bebí otro trago, y derrame un poco al aire, como ofrenda, y sin pensarlo, calmó la fuerte brisa, pareciera ser que mi amigo el viento compartía conmigo la soledad y la sequedad que solo un buen ron puede calmar, por breves instantes claro. Entre tragos y oleadas me fui acostumbrado al frío, que ya no era tal.

Seguía alimentándome de la preciada música, cuando dejé caer mi cabeza hacia atrás por un lado del tronco de la palmera y miré el cielo, algo no estaba bien, era como si las constelaciones hubieran cambiado su forma, miré con detenimiento, y como lo temía, las estrellas estaban revueltas. De repente una estrella fugaz, hermosísima como todas, dejó en su rastro uno de tantos cabellos, divisé mejor todo el panorama celeste, y allí estaba, tal como la recordaba, era demasiado hermosa, mi amada de cabellos estelares, belleza cósmica que esta noche resplandecía para mí.

Los dos grandes luceros que eran sus ojos, fulgían con tal lumbre que las luces extintas de la taberna parecían iluminar mi palco de primera, el frío se volvió a manifestar, pero esta vez lo sentía en mis huesos, mi costado derecho no padecía esta falta de calor, miré y allí estaba, recostadita a mi lado. Tenía la misma ropita de aquella noche, aquella noche que la vi sonreír por última vez, aquella noche, una noche como esta. Un mechón de su cabello danzaba tímidamente con el viento y acariciaba dulcemente mi brazo, no me atrevía a mover un músculo, el madrigal susurrado por el viento emanaba ahora de sus delicados labios. Cerré los ojos de nuevo, me recosté suavemente en la palmera y deje pasar las horas embelesado en anhelos pasados y recuerdos vívidos, entonces, una lágrima rodó por mi mejilla y un beso salino fue su despedida… hasta una próxima vez.

No era una noche como las demás, era una de esas otras noches, en que la nostalgia y un poco de ron, traen de nuevo a la vida el bello fantasma de mi más valioso recuerdo.

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