domingo, 1 de marzo de 2009

Obsequio

Al bajar del autobús, sentí de nuevo el peso de aquella carga, aquella carga que años atrás había encorvado mi espíritu y agotado mis ganas de vivir, aquella carga, aquel lastre que complacido llevaría hasta el abismo, aquel sentimiento frustrado… ELLA.

Después de caminar las siete cuadras hasta el edificio donde vivía, me detuve en la entrada para recorrer una vez más con la mirada piso por piso hasta llegar a su ventana. A LA ventana, aquella ventanita tímida de cortinas sencillas con motivos de lo que parecían ser tulipanes rojos de fondo beige, y digo parecían porque no es muy claro lo que se puede apreciar desde la entrada.

Era la ventana del noveno piso, aquel marco adornado con dos pequeñas materas, una a cada lado con lo que parecían ser rosales, luego me di cuenta de que eran tulipanes de plástico, pero mucho más reales que muchas cosas en su vida.

Era la primera vez que entraría en este edificio (y también la última), pasé por la recepción que no era más que una improvisada cabina adecuada por pura convención e insistencia de los inquilinos para tener un poco de “seguridad”.

El ascensor se encontraba en el tercer piso como lo mostraba el indicador, no demoraría en llegar, pero decidí ir por las escaleras, quería recorrer poco a poco el camino que me llevaría hacia ella, no quería que una máquina me acercara a aquello de lo que la vida tanto me había alejado, quise sentir cada escalón, cada paso, pasar mi mano por el pasamanos astillado, sentir un poco todo el sufrimiento pasado resumido en la tediosa tarea de subir solo nueve pisos, nunca estuve tan cerca, a medida que subía cada escalón un escalofrío recorría mi espalda, tal vez era la ansiedad de un encuentro por tanto tiempo esperado, o tal vez solo era sudor, no lo sé con certeza, pero igual, eran nueve pisos!.

Cada vez estaba más próxima, la estrella lejana se parecía más a un cometa que amenazaba con destruirme. Después de saludar a una mujer en el séptimo piso y ayudarla con su carga del mercado de verduras, ya que aparentaba haber vivido bastante, seguí con mi carga de mercado de dolores, la cual nadie me ayudaría a llevar ya que aparentaba haber dejado de vivir bastante.

Seguí hasta el noveno piso y, viendo primero el número de su apartamento: el 905, la puerta de fondo, la manija color bronce envejecido y finalmente un viejo y sucio tapete de “Bienvenidos” al pie de la puerta, caminé lento y titubeante los trece pasos que me separaban de la última barrera visual entre nosotros: aquella maravillosa puerta que podría derribar con uno de tantos suspiros.

Toqué al timbre, esperé, no hubo respuesta; timbré de nuevo, esperé de nuevo y no obtuve más que un grito de impaciencia, grito de mi alma, que intolerante reprochaba el haber perdido la diligente visita y la marejada de sensaciones causadas por la euforia de su encuentro. Decepcionado, timbré de nuevo, pero esta vez una voz tenue y trémula solicitó espera.

Era ella, era su voz, aunque sin la alegría que la caracterizaba. Esas sencillas palabras arpegiaron en mi pecho, resonando en mi corazón como las primeras notas de “Hey You” de Pink Floyd.

Al llegar a la puerta preguntó: – ¿Quién es?

Yo. Dije con tono tímido.

Yo Quién?, preguntó con ironía, – Yo!… Andrés.

Después de unos segundos destrabó el pasador y me miró a los ojos con la puerta a medio abrir, sus ojos parecían muy cansados, las ojeras eran notorias, y los vestigios de previos llantos hacían de su mirada una luna llena que menguaba a cada segundo.

Abrió la puerta por completo sin pronunciar palabra alguna, yo entré y me detuve en la antesala, después de detallar el sencillo pero acogedor decorado de la sala expresé mi agrado de estar allí, pero no recibí más que una mirada fría pero tranquila de que al fin hubiese llegado.

Atravesó la sala y siguió hasta la cocina, regresó con un café y un cubo de azúcar, supuse que eran para mí ya que los puso en el lado de la mesa de centro que más cerca se encontraba de mí, me senté y bebí aquella amarga pero reconfortante bebida. Seguía sin decir nada, solo me miraba fijamente y, por efímeros momentos, sonreía.

– ¿Sabes?, nunca dejé de amarte. Le dije interrumpiendo aquel lúgubre silencio.

Sonrió de nuevo y a pesar de sentirme inseguro, creí que asentía con sus ojos, aquellos ojos, taciturnos y sombríos, sentí como si… la verdad no sé ni que sentí, era muy extraño todo eso; desde que recibí aquella llamada, ¿por qué? Después de tantos años, después de todo lo que pasó, después de que me dijera que yo no era el hombre de su vida, de decidir entregarse en cuerpo y alma a alguien más, de echar al olvido todo lo que vivimos, de hacer de mi una más de sus experiencias pasadas, después de todo esto acudir a mi? E implorar mi presencia con tan fuerte deseo?

A pesar de ser extraño, no me importó, me sumergí en un mar de ilusiones abstractas y absurdas del que no quise ser salvado, decidí acudir a su encuentro, decidí satisfacer esa necesidad que tenia de ella, esa necesidad que nunca disminuyó, sino que se acrecentó con los años y la distancia.

La miré fijamente y sentí un escozor en mi pecho, que se expandía por todo mi cuerpo y recorría cada milímetro de mi piel, sentía esas ganas indescriptibles de vociferar todo el deseo carnal y espiritual que me invadía, deseo que solo tenía una protagonista: ELLA, mi musa encarnada. Entonces, como conclusión a nuestro dialogo de miradas, sonrió una vez más, caminó hacia mí, me tomó de la mano y me llevó hasta su cuarto.

Su cuerpo invitaba al placer, lentamente me llevó a sus dominios, y por un momento pensé, ¿Qué demonios está pasando?, pero su gélida mirada calló mi conciencia e incitó mi alma a consumirse en deliquios y libaciones impuras más allá de la “escasa puritania erótica de Baco”.

Mas que idílico, fue mefistofélico, las sábanas se tornaron en velos mortuorios de mi profunda ansiedad, su cuerpo era un infierno delicioso provisto de una tranquilidad inquietante, libre de toda atadura, libre de toda inhibición, parecía como si fuera el día del juicio final, y con cínica alevosía le mostráramos al creador nuestro desprecio por la salvación.

Todo el tiempo, sin dejar de mirarme con esos ojos perturbadores y esa sonrisa cómplice, cómplice de nuestros más oscuros deseos, de nuestros fastuosos cometidos sexuales.

Después de todo el furor, de ser dignos de la envidia de Ishtar, de probar la ambrosía oscura del pecado en su más pura esencia, finalmente, en medio de un palpitante y abrasador beso, el clímax orgásmico me llevo al séptimo cielo, y a ella, a una bóveda celeste de donde no regresó jamás, se consumió como una estrella fugaz.

Debo confesar que lo disfruté, (como no hacerlo), lo disfruté demasiado, tanto que no me arrepiento, tanto que no me importó, que esa noche, antes de que yo llegara, ella, decidiera acabar con su vida e incorporar a su pasión un ingrediente extra, que lento pero letal, puso fin a su existencia en el preciso instante que empezó la mía.

No me percaté de su ausencia hasta algunos segundos después, no lo podía entender, ¿acaso alguien podría?, de aquel ilusorio torrente de lava solo quedaba un palpable tempano, frío e inerte.

Permanecí a su lado por algunos compases mas dirigidos por el metrónomo de mi corazón, muy lento, demasiado adagio, por poco inmóvil, pareciera que la rueda del tiempo se hubiese detenido, y así, muertos su cuerpo y mi alma, seguimos siendo uno, no quería que el tiempo siguiera su curso, pero la frialdad de su piel, el tranquilo azul de sus labios y el escozor que me producía su falta de respiración carcomía mi interior poco a poco; permanecimos así por algunos minutos o incluso horas, no lo sé.

Solo el acusador poniente fraguó en mi pecho la desidia de la noche, un pequeño rayo de luz ilumino mi tristeza y el alba trajo consigo la furia de Némesis, hija de la noche que al amanecer parió mi insensatez, de inmediato un monstruo energúmeno se apoderó de mi ser, miré con desespero a mi alrededor y solo percibí ese olor, aquel aroma fúnebre que castraba mis deseos de vivir, al mirar hacia la ventana me daba cuenta de que mi más grande sueño, aquel jardín de tulipanes, quedaba reducido a dos patéticos pedazos de plástico.

Después de tantos delirios de vida y muerte torné mi mirada a un lado, y allí estaba, aquel pedazo inerte e inútil, vestigio de mi amada, – ¿Dónde está?, le pregunté. – ¿Qué hiciste con ella?, – ¿Por qué me la quitaste? ¿POR QUÉ?

Traté de llorar, pero las lágrimas se evaporaban en la cuenca de mis ojos antes de precipitarse por mi rostro enfurecido y demente, la tomé fuertemente entre mis brazos, con la pregunta constante repicando en mi cabeza, ¿por qué?, abrí su boca, buscando mis besos perdidos, mire a la ventana de su alma con deseos de hallarla, y me hundí en sus ojos tratando de encontrar su alma, que era la mía, ERA MÍA!, penetré en su pecho buscándola, buscando mi corazón, porque ella era dueña de él desde hacía mucho tiempo, todo fue en vano, en mi pecho solo quedó, marchito y solitario, mi triste espíritu, y en mis brazos, sangre, piel y llanto, la muerte nunca se hizo tan presente como en ese momento, desesperado salté de la cama, envuelto en gritos y dolor, salí del cuarto, del apartamento y del mundo, y estando fuera, entré en mi de nuevo.

Miré mis manos, sentí su aroma, el aroma de su último suspiro, el aroma de su sexo en toda mi piel, y su sangre… aquella visión de culpabilidad me aplastó de nuevo, pero ya nada quedaba por hacer. El resto fue más fácil: papeles, abogados, nimia defensa, capital condena.

Ahora, poco falta, para mirar por última vez, este mundo putrefacto, lleno de aberraciones que pululan en cada una de nuestras mentes, ahora, desde esta celda, me siento halagado por sus actos, por la maldita que amé, y sigo amando, que me dio lo más preciado que le quedaba, porque a otros ofreció su vida pero a mí…

A mí me obsequió su muerte.

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